La saragata

01 MAY

ELEGÍA PARA ALMUDENA

Por Josep Salvia Vidal
ELEGÍA PARA ALMUDENA

Desde hace tiempo pienso que le debo un texto a Almudena Grandes, un texto de reconocimiento, un texto que diga lo importante que fue ella para mí. La conocí literariamente hablando en 2002. Yo tenía 17 años y en el mes de abril obtuve el primer galardón literario de mi vida, el tercer premio en un concurso de relatos que se organizó por Sant Jordi en el instituto donde yo estudiaba bachillerato. El premio era un cheque regalo de una librería. Y aquellos 20 euros no pudieron estar mejor invertidos. Me compré Los aires difíciles, una novela que Almudena había publicado en febrero de ese año, y la guardé.

La leí al calor del verano. Sara Gómez y Juan Olmedo son dos supervivientes de sus propias existencias que huyen de Madrid para instalarse en una urbanización de la costa gaditana. El azar los convierte en vecinos y sus vidas se mezclan en el presente a través de Maribel, la asistenta que comparten, mientras se va desgranando lentamente ese pasado del que ambos quieren escapar. Me enamoré. Y no solo de la historia o los personajes, sino también de una manera de escribir, de una prosa poderosísima, torrencial, emocional, de la frase ancha y el verbo carnoso de Almudena. Después vino todo lo demás. Empaticé con la imperfección de Malena, esa que sigue teniendo un nombre de tango, que reza cada noche para convertirse en un chico. Compartí la valentía de Inés, Manolita o las mujeres encerradas en el manicomio de Ciempozuelos. Paseé por Madrid con Lulú y el doctor García. Asistí a la cita de Benito y Manuela ante la entrada del Jardín Botánico. Hice castillos de cartón y recorrí las estaciones de paso  y los puestos del Mercado de Barceló. Besé el pan, leí a Julio Verne y yo también fui un modelo de mujer. Y así hasta llegar a la última, Todo va a mejorar, la novela que escribió cuando ya la enfermedad invadía el atlas de su geografía humana y dejó inconclusa. La acabó, siguiendo sus indicaciones, Luis García Montero, su marido. Póstuma es una palabra que duele y más cuando se fallece con 61 años y muchas historias pendientes de contar.

El día de su muerte se me quedó el corazón helado. Lloré. Lloré por una persona a la que no conocía, a la que no vi nunca, con la que jamás crucé una palabra. Lloré por una escritora que formaba parte de mi vida a través del vínculo de los libros, del hilo invisible de la literatura. Lloré por la escritora que me convirtió en escritor. Por eso me dolió tanto que la derecha más rancia no supiera (o no pudiera) reconocer su grandeza. Almudena gozaba de una situación privilegiada dentro del panorama literario, algo muy difícil de conseguir. Uno puede tener lectores, personas más o menos fieles que te siguen, ya sean muchos o pocos, pero Almudena no tenía lectores, tenía devotos. Y ella, a juzgar por lo que decía en las entrevistas que concedía, era muy consciente de ese privilegio.

Me queda la pena de no tener una fotografía con ella, de no poder leer una dedicatoria en la primera página en blanco de cualquier libro suyo. ¿Por qué nunca me atreví a coger un tren e ir a Barcelona a verla en alguna presentación? ¿Por qué no lo hiciste, Josep?, me pregunto con rabia hacia mí mismo. No lo sé, pero me arrepiento. Por eso ahora, siempre que se presenta la ocasión, me hago fotos con aquellas personas poseedoras de voces literarias que me gustan o me interesan. Por eso ahora colecciono libros dedicados. Empecé con Edurne Portela y de momento el último es Pol Guasch. Y habrá más, o eso espero, para no quedarme con las ganas.

Desde hace tiempo pienso que le debo un texto a Almudena Grandes. Aquí está.

 

 

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