ANDRE COMTE-SPONVILLE
Ni el sol ni la muerte pueden mirarse fijamente, escribió François dela Rochefoucauld. Y, cuando menos, esto los diferencia del sexo: pues pocos son los hombres y las mujeres que le temen y se privan de mirarlo fijamente. ¿Por qué, si me dispongo a hablar de la sexualidad, he pensado en en esta frase para titular mi libro? Tal vez porque lo esencial, también en el sexo, escapa a la mirada, o la ciega, en su perpetuo intento de fascinarla. El sexo es un sol; el amor, que procede de él, se recalienta o se consume. Y todos podríamos decir que somos amantes: no porque seamos los únicos que tenemos relaciones sexuales, ni los únicos que amamos, sino porque el sexo y el amor, para nosotros, son problemas que es preciso afrontar o superar, sin confundirlos ni reducirlos el uno al otro. Esto es lo que, al menos, define una parte de nuestra humanidad: el hombre es un animal erótico. Y esta es precisamente la tesis que planea en los tres capítulos de los que se compone el libro dedicados