Cuando salgo de casa, siempre reviso dos veces si llevo las llaves. Sé a ciencia cierta que la primera vez que lo he pensado ha sido cuando las he cogido, pero no entiendo por qué tengo que mirar de nuevo para confirmarlo. No es que no recuerde haberlo hecho, sino más bien por incomodidad, como si algo pudiera fallar en cualquier momento. Es como si una parte de mí no se fiara del todo de lo que acaba de hacer y pensara que, si no vuelvo a revisar, ese runrún me acompañará todo el día.
Publicada por Caballo de Troya, en La tos encontramos a una familia que vive bajo el constante temor de una tos que persigue al padre. Esta tos, casi como una sombra, se ha instalado en su vida cotidiana: se sienta a la mesa a comer, impone su presencia en cada momento y condiciona la convivencia familiar. Condiciona, también, al hijo, quizás uno de los grandes damnificados por esta presencia. Ha crecido en un ambiente denso, donde la tos lo ha impregnado todo, y ha aprendido a ver como normales los gestos que hace su padre o las maneras en que su abuela lidia con ese mal temido. En ciertos momentos, como lector, no pude evitar sentir compasión por él y preguntarme si tendría alguna posibilidad de escapar de ese mundo tan cerrado.
«Comíamos haciendo un poco ruidos para que el silencio no se apoderara de nosotros, digo yo. Yo entonces no me daba cuenta. Solo comía y bebía y disfrutaba del plan. […] No echaba de menos hablar. Yo entonces creía que no teníamos nada que decir. Si acaso, de vez en cuando, decíamos Qué bueno, qué bueno esto.»
Otto nos presenta una novela donde lo inquietante radica en lo normal, en aquello que conocemos. Cómo en estos espacios o situaciones cotidianas que vivimos como parte de nuestra rutina, pueden llegar a convertirse en una gran losa que pesa sobre nuestra espalda y nos agota.
«Dijo ¿Lo llevas todo? Yo no entendí qué quería decir. Le dije Sí, en la maleta está todo.»
Es difícil definir qué es «la tos». A mí me gusta imaginarla como ese pensamiento intrusivo que aparece justo al meterte en la cama: esa anécdota olvidada de cuando tenías cuatro años que regresa sin avisar y te mantiene dando vueltas un buen rato. Es ese impulso que no puedes controlar y que intenta instalarse en un espacio donde no debería estar, como cuando todo está en silencio y no puedes evitar enfrentarte, incómodo, a tus propios demonios.
Demonios con los que no nos queda más opción que convivir. Están ahí, al acecho, presentes en nuestro día a día. Esa sensación extraña, como si hubieras estado respirando en una habitación demasiado pequeña durante mucho tiempo. Al terminar el libro, surge inevitablemente la gran temida pregunta: ¿hay algo que arrastramos y que hemos ignorado —o llegado a aceptar en silencio— sin darnos cuenta?