La fosa de las cosas muertas
I
Urge cambiar el núcleo para hacer valer el núcleo.
Redimidos en el futuro sin origen ni pergamino, alimentados por el crepitar de los lagos antiguos, siempre mágico se alza el amanecer.
Vimos un ciervo, como centro y espejo. Se bebía la sal del asfalto. Brillante, nos miraba. Su silueta a la vez en nuestras pupilas. Cuatro ojos y un ciervo.
Se hizo de noche en dos segundos de reloj y huyó ante lo veloz de la quietud.
Las llaves de este armario son de madera esteparia. Me veo reflejada en su barniz y veo al ciervo. Arden los campos que eran años venideros. Ahora son exterminio.
Cuando mi abuela se pinchaba sin dedal, su sangre rezaba el dibujo de un animal con futuro. La silueta del ciervo. Es fuego restaurado, la sangre brotando con sentido del mimo. La hinchazón de las memorias crece en la boca de quienes la ultiman y expulsan la sal de la vida. Y nos expulsan a la fosa de las cosas muertas.
II
No es mejor silenciar la verdad.
No es mejor callar el anhelo.
II
Escuchar la voz del fin que reunifica los cordeles del tiempo.
III
El culto es la promesa del cambio.
La promesa que cultiva la presencia de los prados húmedos.
IV
Y mi voz se amalgama al meandro mientras reaparecen los guijarros y se pierden en la luna. Mis ojos son mi deseo. No los veo, tengo el sueño alejado del recorrido real y, cruento, sigue sin imagen plausible. Aro el lugar para que mi sombra sea más cercana a la densidad de su agua. Confieso mi lejanía a su pulso.
VI
Solo ser la madera que separe el agua de mi subjetividad.
Solo entelar el rastro de los tiempos en este ahora, sin preservarlo.