La saragata

18 JUN

LA NIÑA DE LAS CERILLAS

Per Mireia Otín Ros
LA NIÑA DE LAS CERILLAS

«Si se quisiera explicar con tan solo unas palabras quién era Mina, se podría decir que era una niña asmática a quien le gustaban los libros y que se desplazaba a lomos de un hipopótamo. Pero si se quisiera demostrar que se trataba efectivamente de Mina y no de cualquier otra persona, sería preciso añadir que era una niña que sabía encender con gracia las cerillas.»

 

Tomoko cae entre algodones cuando llega a la casa de Ashiya para vivir una temporada con sus tíos. Todo en ella desborda los límites de la realidad que ha estado viviendo hasta entonces. Su origen humilde contrasta con la imagen de una casa que resulta imponente, rodeada de un jardín extenso que termina en el horizonte azul del mar. Pochiko, una simpática hipopótamo, se encarga de custodiarla. El hechizo y la fascinación iniciales no hacen sino aumentar a medida que sus habitantes van perfilándose con profundidad.

 

Su prima Mina es sin duda el núcleo de un complejo engranaje familiar. Una niña asmática que va al colegio montada en Pochiko y vive la mayor parte del tiempo recluida. Su salud frágil no le impide construir sus propios mundos internos, viviendo dentro de los libros que lee o en las historias que escribe en el interior de sus cajas de cerillas. Desde el primer momento ambas se vuelven inseparables, formando parte de una especie de dualidad que se acopla a la perfección. Tomoko es la fuerza que necesita Mina cuando todo se vuelve asfixiante, las piernas que van hasta la biblioteca y vuelven cargadas de libros, su compañera de baño regenerativo y confidente de secretos.

 

En La niña que iba en hipopótamo a la escuela, Yoko Ogawa nos hace cómplices de una historia llena de historias en el Japón de los años 70. Todos los personajes forman un tejido entrañable y como lectora una se encuentra viviendo entre ellos, mascando la tensión en medio de la retransmisión de la final de vóley en la que Japón se acaba llevando el oro olímpico, la consternación de los días previos con los rehenes israelís, formando parte del silencio y la pena después de leer la noticia de la muerte de Yasunari Kawabata o a la espera de la lluvia de estrellas Giacobini en lo alto del monte Rokko. La sensorialidad de la narrativa de Ogawa te atrapa sin remedio y cuesta cerrar esta enorme caja de cerillas del mismo modo que a Tomoko le cuesta cerrar las pequeñas de Mina después de haber leído su historia. Dejar atrás la efervescencia de los momentos que comparten es también en un ejercicio de memoria, volver a embotellar el recuerdo como si se tratara de una estrella fugaz.

 

«Entonces la niña descubrió en un libro que las estrellas fugaces eran estrellas que morían. Preparó pues el mayor número de botellas que pudo encontrar, recogió en ellas, en un soplo, las estrellas que caían, y las taponó herméticamente para impedir que escaparan. Ajá, ¿así que son éstas las cosas que desaparecen al extinguirse?, pensó, mientras miraba a través de una botella. Porque en su interior todo era transparencia, calma y no olía a nada. Pero si sacudía la botella, ¿no se veía acaso una gota de rocío en el fondo? Observando mejor, descubrió su propio reflejo, que la miraba fijamente. Así fue como comprendió que si por casualidad uno se muere, no desparece forzosamente. Las cosas de este mundo no desaparecen, sino que cambian de forma.»

 

 

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