La saragata

14 MAY

FERIANTE

Por Josep Salvia Vidal
FERIANTE

Escribo esto en una plácida tarde de domingo. El tiempo. El pueblo. Mi casa. Todo está en calma. Los domingos son días frágiles, como de cristal, pegados a la zozobra de cada lunes, en contraposición a los sábados, mucho más sólidos, más férreos. Si hablásemos en términos de pintura, los sábados serían un fresco y los domingos acuarelas.

 

Estoy de resaca, pero no de fiesta sino de viaje. Los viajes relámpago de pocas horas dejan ese poso de cansancio en el cuerpo, equiparable a beberte de un solo trago unos cuantos lingotazos. Me duelen las piernas, la espalda y los pies porque el viernes anterior me pateé media Málaga. Pero sarna con gusto no pica. Fui a la Feria del Libro, mi estreno en un evento así porque me invitó mi editorial, ExLibric, con la que publiqué Los cielos de Praga hace unos meses. Conozco en persona a Carlos Torres, el director editorial. Es un hombre agradable. Nos saludamos y empezamos a hablar como si fuéramos viejos amigos. Él ha leído mi novela y la llena de elogios. Me comenta que debo conocer muy bien Praga a juzgar por las detalladas descripciones que hago de la ciudad en las páginas del libro. Yo le contesto que no he ido nunca y él se queda a cuadros. Después ambos empezamos a reír. Estoy en la caseta una hora y dispongo de un nuevo turno al final de la tarde debido a cambios de última hora. Entremedias, turismo. La Alcazaba, la catedral (conocida como la Manquita porque le falta una torre que no se construyó y se dejó a medias) la calle Larios, la alameda y demás. Málaga me fascina. La luz y el mar.

 

Las ferias de libros a las que acuden voces no mediáticas (como la mía, sin ir más lejos) son formas de resistencia, de permanecer en la lucha, de no rendirse, de mantener la esperanza porque, quizá, no todo esté perdido. Cada libro firmado y dedicado a alguien desconocido que de repente se interesa por tu obra es una batalla ganada con la misma dignidad, la misma épica, que la enumeración de los barcos en la Íliada. Tú en tu propia guerra. Tú contra el mundo. Solo por eso ya merece la pena tragarse cinco horas y media de tren, aunque luego bajes del vagón con el culo cuadrado y la espalda doblada.

 

Y por supuesto he comprado libros, pero solo dos en un colosal ejercicio de contención porque la falta de espacio en los anaqueles empieza a ser ya preocupante: El jardinero y la muerte de Georgui Gospodínov (mi dios búlgaro) y Ese imbécil va a escribir una novela de Juan José Millás (mi dios español). Los lectores tenemos religiones politeístas. Devoro el de Gospodínov de un tirón en el trayecto de vuelta. Desde luego la primera frase de la novela ya es para enmarcar: «Mi padre era jardinero. Ahora es jardín». Qué maravilla.

 

Satisfecho y cansado, deshago la maleta.

Ahora ya soy feriante.

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