Todos tenemos alguna que otra cicatriz en el cuerpo, ya sean visibles o invisibles, escondidas bajo la piel o a simple vista, dibujadas aún en la superficie. Aube tiene una de diecisiete centímetros en su cuello, tan grande, tan evidente, que va de punta a punta, casi de oreja a oreja. Ella, en ocasiones, dice de esa marca que es una sonrisa inmóvil. Aube, como consecuencia del ataque que le dejó esa cicatriz, es muda, sus cuerdas vocales se quebraron para siempre; ella que lleva la tragedia marcada en el cuerpo, secuelas de una guerra civil atroz que azotó Argelia en los años noventa. La propia Aube lo cuenta así: «Yo soy la auténtica huella, la prueba más sólida de todo lo que vivimos durante diez años en Argelia. Llevo en mí la historia de toda una guerra, inscrita en mi piel desde que era una niña». Aube no habla, pero grita en silencio. Y lo que grita es su propia historia.
Huríes es una novela dura, conmovedora, lúcida, bellísima y valiente, sobre todo valiente, por mostrar una realidad que se pretende esconder. Y es que los sucesivos gobiernos legítimos de Argelia no reconocen esa guerra civil que duró diez años. Y si no se reconoce la guerra tampoco se reconoce a las víctimas como Aube, superviviente de un ataque brutal en el que murieron asesinados sus padres y su hermana entre otros vecinos de su pueblo natal; víctimas que además vieron cómo el gobierno perdonaba a sus agresores mediante una ley de reconciliación. Y Huríes también es la historia de esa guerra bajo un ángulo poco frecuente: la mirada silente de una de sus víctimas.
Aube se queda embarazada con veintiséis años, pero se planeta abortar. ¿Tiene derecho ella a tener a esa niña? Esta es la pregunta que planea todo el tiempo por encima de la novela y su lectura. «Mi pequeña Hurí, ¿qué harías tú con una madre como yo en un país que no quiere a las mujeres, o solo de noche?». Y mientras no se produce ese aborto, Aube le cuenta su hija toda su historia en un diálogo íntimo, personal. Este recurso narrativo en el que se habla a un ser que aún no ha nacido tiene una ingente capacidad de introspección. Y nosotros asistimos a esa conversación como testimonios, casi cómplices. Así me he sentido yo al leer la novela: cómplice de Aube.
La prosa de Kamel Daoud se desliza a lo largo de las casi quinientas páginas de la novela con una cadencia musical. Nunca abandona la agudeza crítica hacia la política, siempre presente, pero va mucho más allá y se confronta con la historia, el género, la religión y la identidad, cosa que permite al autor desprenderse de cualquier muestra ideológica. A través del relato de Aube en primera persona nos sumergimos en una atmósfera asfixiante, casi tóxica, donde la población civil es arrastrada por unas fuerzas políticas muchas veces deshumanizadas que se mueven constantemente entre el miedo y la represión. Solo hace falta ver cualquier informativo para darnos cuenta de ello. Y, sin embargo, aquí, Kamel Daoud consigue lo impensable y es que, a través de una belleza narrativa excepcional, convierte todas las heridas en arte respetando un dolor que nunca se convierte en morbo, buscando la empatía que encuentra en todo momento en los ojos de quien se adentra en esta historia; una historia que tiene una dimensión simbólica enorme cuyo centro neurálgico es la cicatriz en el cuello de Aube. En Huríes todo resulta elegante, precioso, poético. Hasta el sufrimiento. Y sobre todo el final, un final que va «in crescendo» cuando Aube decide volver a su aldea natal después de veintiún años en la búsqueda de respuestas que le aclaren quién es y de dónde viene, respuestas que necesita encontrar si en verdad quiere ser madre. En los últimos capítulos he contenido muchas veces la respiración. En la última página, he respirado aliviado y feliz.
Y una última cosa que tengo muy clara: el Premio Goncourt 2024 vuelve a acertar de pleno en la buena literatura, esa que podría escribirse con letras mayúsculas, bien grandes. No sé ustedes, pero visto lo visto a mí me gustaría ser francés.