La saragata

29 NOV

Teoría de cuerdas

Por Mireia Otín Ros
Teoría de cuerdas

Sale la versión tenista con ganas de ser precisa, esperando el momento adecuado para golpear la pelota. El saque prácticamente no deja opción de réplica, con una fuerza y velocidad que podrían perforar el suelo arenoso de la pista. Los próximos intercambios serán tensos, es el estudio previo, la búsqueda del quiebre. Un giro apenas perceptible de muñeca deja la pelota demasiado cerca de la red y ahora apúrate, las piernas fuerzan un sprint pensando ilusas, que van a llegar a tiempo. Pero la pista parece estirarse, la gravedad hace su trabajo y luego nada, luego el punto silencioso. La distancia sigue siendo la misma.

 

Otra versión, con un palo de golf en la mano decide ocupar su lugar—apártate, déjame a mí—. Se acerca a la pelota, que ya no descansa sobre la pista de arena sino en el cuidadosamente recortado césped del «green». Hay en su cuerpo una seguridad que intenta acomodar en los pies, mientras mide la distancia y calcula la posible inclinación. Las manos se colocan sudorosas alrededor del palo, da un paso hacia atrás para hacer dos pruebas con el movimiento completo antes de volver a su posición. Por fin llega el momento en que la pelota se dirige hacia el hoyo, un brillo de triunfo quiere asomar en la mirada de esta versión, que ya ha trazado con su mente la trayectoria deseada. Contra todo pronóstico el relieve cercano al hoyo acaba desviando la pelota, que avanza con una nueva velocidad hasta quedar mucho más lejos de la posición en la que se encontraba al principio.

 

Como si se tratara de una alarma, hay una movilización de versiones. No entienden lo ocurrido, la incapacidad de llegar hasta el objetivo. Aparece con cara de pánico una versión que lleva a cuestas una guitarra. Todas las demás la miran depositando sobre sus hombros el peso de las expectativas. Comienza a arrancar los primeros acordes, la letra de una canción quiere salir, provocar un impacto emocional que cambie el curso de los acontecimientos, donde las palabras puedan llegar a fluir sin esfuerzo. Pero los dedos duelen, están cansados de repetir una y otra vez la secuencia de las notas, de sentir la presión lacerante de las cuerdas. Y las palabras no salen, acaban escurriéndose hacia dentro, arrastrando también al conjunto de versiones.

 

Después de todo puede que haya distancias insalvables, conversaciones que no lleven a ningún sitio.

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